Riqueza y austeridad
Guillem Frontera
VER EXPOSICIÓN


Concha Sampol es natural de una isla, Mallorca, y no está de más recordarlo, aunque sólo sea por el hecho de que un cierto determinismo geográfico ha implicado tradicionalmente una asincronía entre las corrientes del arte en Europa y en la isla. Los momentos de plenitud compartida han sido escasos y gloriosos. Así podríamos decir que el gótico ha dado carácter y estilo a la cultura isleña, en diálogo permanente con el exterior Mallorca es, sobre todo, gótica, al menos lo es en sus monumentos más celebrados, en su pintura, sin que esta hegemonía excluya ninguna de las otras maneras de imaginar el presente y la eternidad, lo cotidiano i lo sublime. En todo caso, la asincronía recién aludida nos habla de una historia subsidiaria, de un destino lastrado por la intermitencia de encuentros y desencuentros.

El retraso fijaba la isla a su condición periférica: una isla que fuer definida por el viajante y diplomático francés André Grasset de Saint-Sauveur, justo a principios del XIX como "una tierra alejada de remedios". Esta lejanía se manifestaba también en la práctica del arte. Si bien se redujo en algunos momentos por influencia de pintores que hacían campañas en la isla (del XIX al XX, Santiago Rusiñol, Joaquim Mir y Degouve de Nuncques, o un par de decenios después, Anglada Camarasa y sus apóstoles), una cierta inercia acababa por imponer un arte repetitivo, rutinario, para halagar a unas élites sociales a menudo carentes de lo que, a falta de un término más preciso, llamaríamos élan.

Sin desmerecer nada los tanteos más o menos valiosos de algunos artistas, sobre todo a finales de los 50 i principios de los 60 del siglo pasado –recuérdese la meritoria presencia del grupo Tago en el panorama isleño, la aventura cosmopolizante de Juli Ramis, la presencia de muchos extranjeros, emisarios de distintas formas de contemporaneidad–, el desaislamiento no se produjo hasta la eclosión en la vida cultural mallorquina de una hornada de artistas que, por decirlo de alguna manera, incorporan el arte a las corrientes predominantes en Occidente. Mateu Bauçá, Joan Bennássar, Ramon Canet o Tomeu Ventayol, entre otros, son parte de esta hornada de artistas, formados en Barcelona y en contacto, por tanto, con el arte de Tàpies y Dau al Set, y también con la llamada nueva figuración de los Artigau, Gerard Sala, Llimós, Arranz Bravo, Bertolozzi...

La importancia de esta hornada de artistas mallorquines, nacidos en torno al 1950, en la renovación artística isleña todavía no ha sido bien ponderada, aunque ya no se puede negar su transcendencia.

Se tiene que justificar inmediatamente este breve apunte de historia local: Concha Sampol forma parte de esta generación, que ha sido decisiva, precisamente, en la labor de extraer el adjetivo de la expresión "historia local". Lo que diferenciaría su trayectoria vital de las de los otros artistas citados es la mayor duración de su residencia en Barcelona, hasta establecerse en Mallorca a mediados del actual decenio.

Ya en su madurez, los integrantes de esta generación ejemplifican la riqueza, la multiplicidad de caminos por los cuales el arte contemporáneo alcanza los territorios conquistados, como un gran río que, para regar una más amplia extensión de tierra, no se resigna a avanzar por un solo cauce, y se abre en muchos itinerarios, cada uno con su propio tempo. Como es natural, todos estos artistas han pasado por la abstracción expresionista, han visitado en algún momento el universo del conceptual, se han impregnado de las vanguardias históricas; y todos ellos recibieron una formación académica sólida. Pertenecen, por tanto, a aquella historia del arte en que, como dice Robert Hughes, el artista se vinculaba por medio del dibujo con las primeras expresiones artísticas del hombre. (La enseñanza evolucionarla más adelante hacia una dejadez intolerable, presentada desvergonzadamente como una manera de estimular en libertad los potenciales artísticos de todos los contribuyentes del planeta).

La pertenencia de Concha Sampol a esta generación se revela a primera vista en la sabiduría de su pintura. ¿Puede ser sabia, una pintura? Sí, en el sentido que nos habla con autoridad de lo que nos quiere hablar, sabe qué nos quiere decir y cómo. En ningún momento la pintura de Concha Sampol os sorprenderá con un gesto de impotencia, con la huella de una carencia. Ian Pears, en El retrato (edición española: Seix y Barral) introduce en la formación de la artista un punto de vista moral: si el artista no sabe hacer lo que quiere hacer, acabará creyendo que lo que sabe hacer es lo que realmente quiere hacer.

Lo primero que vamos a percibir en las obras es la certeza de que se ha hecho pintora para poderse desarrollar como artista, y que este aprendizaje ininterrumpido –la experimentación constante es el mejor aprendizaje– le permite canalizar su profunda energía, también su delicadeza: sin solución de continuidad, porque su arte es una magna que todo lo integra, desde el esbozo trémulo del lápiz hasta las superficies de lienzo o de tablas endurecidas por unos tratamientos con todo tipo de materiales y pigmentos: formando, a veces, una geología lírica inmemorial, como si la artista añadiera una capa traslúcida a la sucesión de estratos para posar en ella su mirada particular, una mirada de su tiempo.

Su obra proclama una clara vocación muralista, una tendencia irrefrenable de expansión en el espacio, que convive y se complementa con piezas intimistas, donde la pintora deja a su paso el aroma de la ternura y los colores de la memoria.

Concha Sampol ha ido construyendo un mundo marcado por el difícil equilibrio entre la riqueza del discurso y la austeridad de la ejecución. Ha conseguido este estado de plenitud propia de quien ha vencido las tentaciones de la originalidad como valor exento. Una simbiosis de inquietud y serenidad la aleja de cualquier forma de desviación hacia la absurda idea del éxito. Trabaja escuchándose a si misma: las ideas, las sensaciones, los rumores que la vida deposita en ella, sedimentan y pasan a ser la materia prima de la pintura. Así, de lo que nos habla es de la vida, de las trampas y los equívocos del orden establecido y de cómo cada uno puede revocar su geometría; de la fuerza humana para cartografiar el propio destino, también para recalar en las ensenadas en las que, siguiendo a Baudelaire,

"la tout n'est qu'ordre et bauté,
calme, luxe et volupé",

ensenadas en las que florece la alegría de vivir, a veces con los colores de la nostalgia.

    2014 Concha Sampol  |  Designed by Calma Civic Media